 |
Yenny Gómez, grado 10º B |
Un nuevo amanecer, un nuevo día, un viaje extenso, pero constante. Así es la vida de un personaje que vive en los hermosos campos de Boyacá, rebuscando dinero para él y su familia. Anacleto, un hombre aventurero y con una vida distinta a la de los demás.
Para algunos, viajar en flota es extremadamente aburrido y hasta peligroso, pero para Anacleto, es el pan de cada día. Él, como siempre, salió a las cinco de la mañana de su humilde casucha, a esperar la flota que lo llevaría por el único camino que existía en aquellos verdes campos. Para Anacleto, esa espera se convertía en una madrugada oscura, llena de neblina y escuchando, como siempre, el ruido frecuente que producían los grillos y chiquillos animales que se escondían en los atolladeros y en distintas partes de ese páramo frío y sombrío; con un raído y pringoso gabán, unas babuchas repugnantes a la vista y su sumiso rostro cicatrizado y quemado por el hielo, Anacleto miraba al final del camino, en todo momento, como vigilante, a la espera de una flota oscurecida- no por el calor sino por estar tan ajada, descuartizada, ruinosa e incómoda para quien estuviese viajando en ella- que lo dejaría por fín en su sitio de trabajo.
Ahí está - grita Anacleto con un suspiro ansioso, pero tranquilo- Se sube a la flota y se sienta en uno de sus sillones incómodos y rechinantes, contempla los valles y montañas que entre la neblina se esconden; después de unos minutos de viaje incomodo, llega al pueblo.
Este hombre vivía en Avendaños, un lindo lugar de Boyacá, de montes extensos, casi inalcanzables. Pasadas las horas, Anacleto seguía trabajando, pero tenía que regresar a casa, a aquel páramo que vio en la madrugada y al cual debía volver.
De nuevo, el viaje de regreso es temible y peligroso; la pesada neblina no permitía ver mucho. Él sólo pensaba en llegar a casa a descansar del terrible trajín que enfrentaba continuamente en esos amplios recorridos. En su casa lo esperaba su esposa con una manta sobre la espalda y tejiendo canastos para venderlos al frente de la capilla del pueblo en el mercado del lunes, en la estufa estaba su cena, fresca y caliente; sus hijos en la hamaca, tapados con unas cobijas destrozadas y rasgadas.
Anacleto, después de su larga jornada de trabajo y recorrido, llega y saluda a su esposa, quien sosegadamente le da un abrazo fuerte; luego de comer, va a ver a sus hijos y los abriga antes de ir a su habitación, se recuesta en un catre firme e incomodo, pensando en que al día siguiente todo volverá a comenzar.
YENNY PAOLA GÓMEZ
10B
2011